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Mis primeros (no) libros

En contra de lo habitual, mis primeros libros no lo fueron; o, mejor, lo eran, pero yo no los tuve ni leí. Es una pequeña historia.

En casa de papá José (así se llamaba en Galicia a los abuelos) nunca vi un libro. Sin embargo, por él supe de Bernardo del CarpioMío Cid, los Siete Infantes de LaraRoldán, el Rey Arturo…, siempre en un castellano elegante, literario.  Un día me preguntó qué eran los mosquitos de una charca: “Son los soldados del Rey Arturo encantados por el sabio Merlín”. Increíble en un hombre de aldea. Dediqué tiempo, años más tarde, a encontrar una explicación. La única plausible resultó ser que algún cura, con casa próxima a la nuestra, le había dejado un libro con historias del romancero, que él leyó hasta desgastarlo, casi memorizarlo, lo mismo que hacía con los periódicos atrasados que llegaban a sus manos, en aquellas tardes interminables acompañando a las vacas en el prado. Fue mi primer (no) libro (desconocido).

Entré a los seis años en el pequeño colegio de los hermanos de La Salle en Verín. Al inicio del segundo curso, el profesor repartió los libros y material escolar para ese año. Por alguna razón que no recuerdo bien, había una pila de Quijotes de adquisición optativa y yo caí en la tentación. Eran tiempos en que todos éramos pobres, unos lo sabían y otros no, y en mi casa consideraron que el Quijote no tenía tanto valor como para justificar el gasto. Solo tuve tiempo para guardar su olor y tacto de libro nuevo y, quizás, leer algún párrafo, más porque tenía que devolverlo que porque me interesase. La borrosa memoria guarda el sentimiento de una cierta frustración. Mi segundo (no) libro.

Tenía 9 ó 10 años cuando mi padre volvió de un viaje a Madrid con un regalo: ‘La isla del tesoroStevenson, Novela’. Resultó que ‘novela’ y ‘pecado’ no andaban lejos para mi madre -ay los curas- y lo tiró sin más: “Esto no es regalo para un niño”. Mi tercer (no) libro. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta la segunda entrada de Stevenson en casa, esta vez debidamente invitado y en la hermosa edición de Gaziel, ilustrada por Junceda, de Seix & Barral. Lo regalé a mi nieto no hace mucho y sospecho que ha ido a parar bajo su cama como el tesoro escondido que debe seguir siendo.

Sin duda fui un niño de tebeos, amigo del Capitán TruenoJabatoRoberto Alcázar y Pedrín -“ostras, Pedrín”-, Tin Tin, el Principe Valiente… Me encantaba que lloviese para leer. Siempre había en casa un montón y sinceramente no recuerdo haber comprado nunca ninguno. Funcionaba el cambio: yo los recibía, pero no recuerdo a cambio de qué. También leí casi toda la colección Araluce, adquirida por el colegio entonces, y hasta la insignificante Ardilla.

Hice el bachillerato interno en un colegio La Salle donde se tenía la costumbre de cenar muchas noches en silencio, mientras se leía en voz alta algún libro. De todos, solo recuerdo uno: ‘Crimen y castigo, de Dostoievski. Aquel adolescente esperaba con ansiedad cada noche, cada cena, la decisión del director de leer.  

“Fui yo… —empezó Raskólnikov.

Apartó el vaso con la mano y pronunció, en voz baja y haciendo pausas, pero muy claramente:

—Fui yo quien mató entonces con un hacha a la vieja usurera y a su hermana Lizaveta para robarlas.

Ilyá Petróvich se quedó con la boca abierta. Acudió gente de todas partes.

Raskólnikov reiteró su declaración.”

Cuando llegó este final -aún faltaban los dos breves epílogos- supe con claridad que había crecido y que ya no volvería a leer tebeos ni Araluces o Ardillas. Aquí se hizo mayor el lector que soy. Pero también este fue un (no) libro, dado que no lo tuve ni leí personalmente salvo cuando fue mi turno alguna noche.

Mi afición a comprar libros y mi biblioteca actual pueden muy bien ser una respuesta a aquella historia de noes de mis primeros libros.

Texto publicado por la prestigiosa revista literaria Peonza, que obtuvo el Premio Nacional al Fomento de la Lectura 2018. 

Ilustran el texto, a modo de historia libre, una serie de acuarelas de Ramón Herreros, cedidas a este fin por el propio autor. Nuestra gratitud.

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